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LA CASA SOBRE LA TIERRA

Ella me enseñó todo lo que sé sobre las plantas. Yo pasaba por la casa y ella me iba enseñando cosas sin que yo le preguntara. Cómo se reconocen, cuándo y cómo se plantan, dónde se plantan, cómo y cuándo se cosechan, cómo se consumen, cómo se conservan, para qué sirven y hasta para qué no sirven. Me enseñó de potajes, de curas, de olores y de colores. Ya solo me acuerdo de lo que me interesa, es que aquello era un mundo inabarcable. En cada uno de sus canteros, rincones, cajas altas, latas de aceite, envases de helado o botellas de plástico cortadas tenía un pequeño tesoro para el botiquín o para la cocina, para la suerte o la abundancia, para proteger otras plantas, para limpiar la tierra o apenas para alegrar el fondo que la separaba del chatarrero, un vecino que tenía todo el espacio hasta la calle, lleno de fierros herrumbrados y pedazos de cosas rotas de todos los tamaños y formas. Hay que acostumbrarse a los vecinos, porque ahí van a estar. Al final hasta cariño les agarrás. Que era un buen hombre, decía ella, pero muy molesto. No es porque junte todas esas cosas feas que ocupan tanto lugar. De algo tiene que vivir y a mí me parece bien que se aprovechen las cosas viejas. Pero es que hace mucho ruido, no solo con sus fierros y sus latas, también pone la música a todo volumen, y la tele. Se oye desde acá. Y habla fuerte como si el mundo estuviera lleno de sordos. Cuando los hijos eran chicos se gritaban todos, todo el día. No es que se pelearan tanto, es la manera que tienen ellos. Pero cuando los precisás, ellos están. Siempre fueron así, pero ahora que estoy vieja lo agradezco doble. Si hace falta un mandado te lo hacen, si hay que cargar un bulto, lo que sea, ellos te ayudan. Si alguien se mete para cruzar por acá adentro, lo corren. Con esos modos que tienen ellos para las cosas, pero lo corren. Acá los que pueden pasar son los de acá, y los de la familia. En eso estamos de acuerdo. Los hijos de él todavía entran por este lado cuando vienen. Pero los demás que den la vuelta. Si allá atrás tienen que pasar entre las casas, yo entiendo porque no tienen más remedio, pero acá hay calle y hay que respetarla, que después de todo esta tierra es mía.

Ella era de los pocos que era dueña de su tierra. Era algo que siempre se ocupaba de aclarar. A mí me sonaba un poco fuera de lugar, un poco pretensioso que insistiera tanto con eso. Hacer alarde de propietaria en este barrial, como si eso la hiciera mejor que alguien o le diera más derechos que a los demás. Además, no le cuajaba bien, a ella que era tan humilde y pocha para todo.  Hasta que un día, me di cuenta de que no había entendido. Yo no iba tanto porque me interesaran las plantas, era más bien a ella que le hacía ilusión enseñarme. Iba para que me contara historias. Ir a la casa era como entrar en otro mundo, un poco por ese ambiente denso, verde y recargado, mágico, y otro poco por las cosas que contaba de tiempos allá lejos que a mí se hacían como mundos de fantasía. Un día de esos en los que se quejaba de la gente que no sabía respetar, me contó la historia de su terreno. Lo había comprado hacía muchos años, cuando acá no había nada de nada, decía. Todo esto era un descampado, un gran pastizal de acá al arroyo y del otro lado también. No estaban los bloques de viviendas, ni la carretera, ni tampoco la central térmica ni la refinería, ni menos los eucaliptos que plantaron después para que no pase la contaminación. Esos árboles, ahora nadie se acuerda, pero los plantaron porque se empezó a decir que la central era tóxica, y que había quedado demasiado cerca de la gente. La gente se ve que no éramos nosotros, porque los árboles los plantaron para el otro lado. Acá andaba todo el mundo asustado. Muchos querían irse, los que podían. Ponían en venta los apartamentos de los bloques. Las casas lindas que están sobre Millán las ofrecían por dos pesos. Pero nadie quería comprar. Era como que se venía el fin del mundo. Decían que podía explotar, o que nos íbamos a enfermar de los pulmones, de esto, de aquello. Algunos estaban seguros de que nos íbamos a morir todos, de que los niños iban a nacer deformes o que nadie más iba a tener hijos. Y acá seguimos todos mirá, como si nada, para que vean lo que aguantamos los pobres. Debe ser porque pusieron la carretera en el medio. Como la gente ya no puede pasar, se ve que la mugre no pasa tampoco. Pero eso fue después, uy, mucho después. Cuando nosotros compramos el terreno acá no había nada.

Fue con un despido que le dieron a mi marido cuando vinieron los milicos y cerraron los sindicatos y a todos los echaron. Él no tenía nada que ver con nada. Había ido a las reuniones para que les subieran el sueldo, como cualquiera. Pero lo echaron igual, a todos los que habían ido los echaron. Y nosotros tuvimos suerte, porque hubo gente que no cobró nada. Y entonces no podíamos comernos esa plata, pero él no quería volver a las fábricas, no le gustaba. Él era del campo. Y extrañaba mucho, mi viejito. Que no era viejito en esa época. Si vieras lo galán que era, con esos ojos verdes. Y tranquilo, bueno era. Él quería plantar cebollas, zanagorias y esas cosas para vender en la feria. Y yo me iba a encargar de los yuyos. Entonces nos pusimos a averiguar y vimos el anuncio. Vos pagabas una plata primero, y después en cuotas. Así que agarramos y nos vinimos un día a verlo. Ni los ómnibus llegaban. Había que entrar caminando desde Garzón. Pero él decía que iba a hacer un carro para la bicicleta y una chata para la feria. Yo no sabía andar en bicicleta, pero nunca se lo dije porque me daba vergüenza. Qué tarada, si le hubiera dicho, él me hubiera enseñado. Él me enseñó a leer y escribir, porque yo leía muy mal. Los carteles y eso, pero las letras chiquitas no sabía leer.

Había dejado de ir a la escuela por ahí a los ocho años, cuando murió mi padre. A mis hermanas las pusieron a trabajar y a mi me tocó encargarme de la casa. Por eso fue que un día me corté con un cuchillo de esos grandes, picando carne que había traído el tío del frigorífico. Por suerte estaba ese tío, que ni tío era. Era uno que le decían tío y que trabajaba en el frigorífico. Como era solo, nos traía la carne para comer con nosotros. Si no era por él, había días que no tenía nada para cocinar. Bueno, que me trae la carne, y yo, chiquita como era, con un cuchillo así de largo, voy y me corto acá la mano. Salía sangre como para hacer morcilla. Y como mi madre no estaba me fui a lo de mi vecina la China. Ella me limpió la herida y me vendó con unas hojas de llantén. Me explicó todo lo del llantén, me mostró donde estaba la planta y me puso en el delantal un pañuelito con hojas para ponerme después. Y así y así me empezó a enseñar para que servían las plantas.

Yo iba siempre un ratito cuando mi madre no estaba, pero a mi madre no le contaba porque ella decía que eran brujerías de la india. Le decían la China porque era india. La habían traído de chiquita para sirvienta, después de la guerra. Pero se había escapado y había vivido por ahí, hasta que de vieja terminó ahí en los corredores con nosotros. Ella tenía todos yuyos plantados en el baldío de al lado, en la entrada de su pieza, abajo de la claraboya, en el baño, por la humedad, en las ventanas. Porque hay cosas, como el romero que ya te dije, que tienen que estar en altura, para que salga bueno. A veces también me mandaba buscar para que la ayudara cuando venía alguien con algún dolor o enfermedad, para que le hirviera el agua y eso. Y me iba diciendo, esto primero, esto después, que había que dejar enfriar hasta meter el dedo y contar hasta diez, que si el casco tenía que ser de barro, de mate o de vidrio, porque cada cosa tiene su temperatura y su luz. Y que los trapos estuvieran siempre limpios, limpios. Ella lavaba todo y hervía todo, los trapos, los pañales, los manteles. A fuego hervía, en la vereda. Esa fue mi escuela. También me enseñaba a cuidar criaturas, porque ella cuidaba las de todas. Pero no me sirvió de mucho. Yo nunca pude cuidar criaturas ajenas, me daba como cosa.

Pero la cuestión fue que compramos el terreno, nos dieron los papeles firmados y todo. Y yo los guardaba con un cuidado. Para mí eran como un tesoro esos papeles. Les había hecho una carpetita con cintas y una puntilla amarilla que tenía guardada desde la época de mi madre. Y estaban ahí, arriba del ropero. Y yo cada vez que limpiaba me ponía a mirarlos. Después pagábamos unas cuotas con mucho sacrificio porque la cosa estaba dura. Mi viejito se iba metiendo de albañil, de pintor, cargando cajones, lo que hubiera, pero a las fábricas no quería volver. Y yo lavaba para afuera y esas cosas. Por años pagamos, hasta que no pudimos pagar más. Con los milicos la cosa empezó a apretarse, a apretarse. Primero no se notaba tanto, pero siempre los más pobres son los que la sufren primero. Y el viejo me dijo que había que venirse y levantar algo, porque si no, lo íbamos a perder. Si estás adentro, tan fácil no te sacan. Él hasta sabía un poco de las leyes y todo.

Lo que pasó entonces fue que los tiempos duros habían sido para todos. Cuando quisieron al fin construir encontraron un lugar completamente distinto. Estaba ocupado por todos lados, lleno de casillas y de ranchos, de gente pobre y perros hambrientos. La gente era muy pobre, me contaba, pobre de verdad. No como los de ahora que andan con ropa nueva y teléfonos celulares, tienen antenas de esas para ver la televisión argentina y lavarropas que no les entran en las casas. Hasta autos tiene la gente hoy día, acá en el barrio. En aquella época los pobres nos daban pena hasta a nosotros, que apenas teníamos para comer. Los niños andaban descalzos, sucios y flacos, con los culos llenos de moscas. Por los ranchos pasaba el viento como Juan por su casa. Y el agua la traían de una canilla allá donde ahora está la estación. Entonces vinieron mis sobrinos y no lo podían creer. Empezaron a decirnos que para acá no nos podíamos venir, que habíamos hecho muy mal negocio, que habíamos pagado por un terreno y ni siquiera estaba delimitado, y no había forma de saber lo que era mío y lo que no. Para mí, haber hecho un negocio, bueno, malo, cualquiera, ya era una bendición. Pero ellos no entendían porque ellos tuvieron suerte. Mi hermana se casó con un hombre con estudios, pero nosotros crecimos en un corredor oscuro, con los pies descalzos en el asfalto. Mi sueño era tener un lugar con sol para mis yuyos y venderlos en la feria, y la vida me estaba dando un lugar con sol para mis yuyos y para poner la casa sobre la tierra, así que no iba a andarme quejando.

Llegamos con una valija, unas herramientas y el tilo. Lo primero que hicimos fue plantar el tilo, bajo lluvia. Ah, y los papeles. Traíamos la carpetita con todos los papeles en una bolsa de plástico, el número de padrón y los planos del loteado que nunca nadie nos reclamó. Pero yo los tengo todavía, después te los muestro para que veas que no miento. Una qué sabe si no aparecen un día y quieren poner una fábrica acá, o un estadio de fútbol o lo que sea. O quieren limpiar nomás, para que no se vea desde los rascacielos. Yo por las dudas guardo mis papeles. Aunque nunca pudimos distinguir bien el lugar, si era más para la esquina, o cuántos metros tenía. Hicimos un hueco en la maleza donde más o menos nos pareció y levantamos una pieza de bloque para empezar. Así no más, bloque sobre bloque la levantamos, en cuatro días. Y venía uno de allá, uno que después puso almacén, y nos decía que si no le hacíamos cimientos se nos iba a caer. Pero mi marido decía que si está bien, bien derechita, no se cae. Y bien derechita le quedó, porque acá está parada hace más de cuarenta años.  

A esa pieza ella le llama la casa. Nunca dice “casa”, o “mi casa”, sino “la casa”. Y así le decimos todos también, a una pieza de bloque de una sola agua. El plan era algún día construir la otra agua, que al final solo llegó a ser un alero. Durante muchos años, debajo de ese alero estaba atiborrado de atados de yuyos colgando, plantas que precisan sombra, latas y morteros, papeles de diario con tablas y piedras para prensar, entre otros cacharros de lo más variados. Ella decía que no importaba, que siempre había alcanzado bien para ellos dos. Que bastante con que pudieron terminar el baño. Y me mostraba que en ese rincón, donde estaba el baño, lo que había al principio era un pozo en la tierra, dos palos, una lona y una chapa atada con alambre. Así estuvieron como dos o tres años, mientras juntaban la plata. Iban guardando pesito a pesito, en un frasco enterrado debajo de la cama. Porque debajo de la cama no había piso. El piso lo fueron haciendo por pedazos, corriendo los muebles. Y la cama fue lo último porque igual ahí nunca pisaban. Hasta que un día se les lleno de agua por abajo y tuvieron que salir a pedir cemento fiado para sellar el piso cuando pararon las lluvias.

Así que sí, muchos arreglos hicieron. Todo lo hizo mi viejito, todo, con sus manos nomás, contaba con un orgullo que le hacía saltar el pecho para adelante. Él se daba maña para todo, pero también tenía que trabajar, y un día se empezó a cansar. Y para qué quería yo una cocina más grande si igual me la paso siempre acá afuera, entre una cosa y la otra. Con tener techado me basta y me sobra para mis cositas. Y para sentarme a tomar mate tengo el mimbre en verano, y el tilo en invierno. De aquí para allá voy yo, con mis yuyos y mis perros.

Los perros llegaron cuando el viejo murió, me contó otro día. Yo antes solo tenía un chucho que no servía para nada. De cariño lo tenía, como nunca tuve hijos. El viejo lo encontró abandonado en una banquina y se lo trajo. No podía con esas cosas, era un sentimental. Más feo el perro, ya de cachorro era feo, para que te hagas una idea. Pero ya cuando mi viejito estaba viejito, acá estaban pasando cosas feas. Era una mala época. La gente estaba nerviosa y hacía cualquier cosa. Yo nunca quise ni saber. Pero es desde esa época que solo atiendo niños. Porque un día me trajeron un mozo con un agujero de bala. A la madrugada lo trajeron, en dos motos, para que yo lo curara. Y el muchacho era hijo de uno de allá atrás, que es plomero, y nos había hecho todos los caños de la cocina sin cobrarnos nada. Entonces era un problema, porque yo les dije que lo tenían que llevar al hospital. Pero no de buchona, como dicen ellos, sino que si no lo llevaban se les iba a ir en sangre. Y ellos que no, que no sé que me explicaban de la bala. Y todo así. Yo lo limpie y lo vende bien fuerte con una sábana, porque no encontraba otra cosa tan grande. Y allá se lo llevaron. Nos quedamos que no sabíamos qué hacer. Al final nos abrigamos con el viejo y nos fuimos hasta la casa del padre, a despertarlo. Fue una cosa, una desgracia, la madre llorando, y el pobre hombre que salió a buscarlo en una bicicleta.

Después de eso estaban todos enojados con nosotros, unos porque sí y otros porque no. Los grandes porque no lo habíamos querido ayudar, los jóvenes porque habíamos ido a buscar al padre. Se andaban diciendo cosas de nosotros. Y que alguien quería venir a agarrarlo al viejo. Se puso fea la cosa. Y él tenía miedo, pobre, porque él no era nada peleador. Era de esos buenos. Yo le decía, para ponerte un caso, que fuera a la casa del vecino a pedirle que bajara la música y él salía, daba una vuelta, volvía con una botella de vino. Y vos a dónde fuiste, le decía yo. Y él que se había olvidado, o que le había dicho pero no hacía caso. Y yo sabía que era por no molestar, pero qué le iba a decir. Alegrarme de que me hubiera tocado un hombre tan bueno, lo único que podía hacer. Entonces empecé a decir que solo niños. Y embarazadas, embarazadas también. Pero si yo les digo que tienen que ir al hospital o a la policlínica, que vayan. Si no, no los atiendo.

Yo creo que fue por eso que el viejo se enfermó. Por el miedo, la tristeza. Porque él se había pasado la vida ayudando a todos y la gente que no le respondía. Mirá que probamos muchas cosas, de acá del jardín, de los médicos, las pastillas, comer sin sal, todo probamos. Hasta al pae fuimos a ver. Que yo no lo quiero mucho al pae, pero bueno, por ahí él sabía cosas que nosotros no sabíamos. Pero nada lo ayudó. Cada vez estaba más apagadito. Es que la tristeza, si no se cura de adentro, no hay con qué curarla. Entonces dije que yo miedo no iba a tener, cualquier cosa menos miedo. Cuando me quedé sola, me conseguí los perros y chau. Después ya se sabe, pasan los años y la gente se olvida, se muere, se va. Vienen los nuevos. De toda aquella historia ya nadie se acuerda. A mí todo el mundo me cuida, me mandan los chiquilines, me traen cosas. Y hasta los perros están viejos, ya ni bravos son. Pero ahora son de la familia. Y acá se van a quedar hasta que se mueran, o hasta que me vaya yo.

La Camila se los quedó cuando ella se fue, los perros y una gallina. La Camila a cargo de los animales y yo de las plantas. Era un día de mucho calor. Me vinieron a buscar porque no podía levantarse del wáter. Gritó por la ventana hasta que el vecino la oyó. Pero no quería que nadie entrara. Que mandaran a los botijas a buscarme fue lo que pidió. Y ahí sentadita se quedó hasta que llegué. Me pidió que la llevara a la cama, que si ya no podía levantarse sola, mejor estaría en un lugar donde ya no tuviera que levantarse más. Y nomás que nos fuéramos que sería cuestión de un par de días. Pero se había juntado gente, y todos opinaban pero nadie sabía qué hacer. Unos hablaron con otros que hablaron con otros que llamaron a no sé quién. Nadie podía tenerla en la casa. La Camila y yo nos quedamos con ella esa noche. Aunque en realidad nos quedamos en el alero fumando y tomando vino hasta que nosotras tampoco podíamos levantarnos. La Camila se puso a hacer bromas de que a ver quién encara a la vieja si quiere ir al baño ahora. Y nos reíamos a carcajadas como si ella ya no estuviera allí. Después no se qué pasó. Dormí todo el día creo, o varios días. Ya no me acuerdo. Al final apareció un sobrino nieto a buscarla en una camionetita y llevársela a algún lugar.

Me hizo prometerle que cuidaría las plantas. Y que le llevaría carqueja a Pintos de vez en cuando, y algunas otras indicaciones así. Y me dejó los papeles del terreno. Que si un día venían, me dijo, que les dijera que era su ahijada, que les hiciera el caso de que ella nunca tuvo hijos y todo eso, que a lo mejor me ayudaban. Yo le dije todo que sí. Las dos sabíamos que esa no sería una verdad muy larga. Que las plantas quedarían solas más tarde o más temprano, a su silvestre suerte. Que los paisajes se construyen a su antojo, que los senderos se hunden en el barro un día y se abandonan para abrir otros por un paso más alto. Que siempre hay papeles que vale más que otros papeles y desconocidos ahijados de alguien que tomarán decisiones al azar, sin saber nada de lo que hay atrás. Lo único que seguí haciendo, algunos años, fue encargarme del tilo. Iba una vez al año, al final del invierno, podaba, pelaba las ramas, secaba las hojas en una funda de almohada. Creo que más bien lo hacía porque me encantaba subirme al tilo. Sentarme en una rama como había hecho tantas veces de pendeja, contemplar el mar de chapas grises, charcos, basurales, gallineros y esos pocos árboles sufridos que lograron abrirse paso hacia las alturas, separados por surcos de gusanos por donde corren nuestros niños. Observar la maqueta de un mundo que nadie diseñó pero que de todos modos está allí, extendiendo sobre la tierra el manto destartalado de su historia. Una historia que no está escrita en ninguna parte, y que será borrada por completo si un día quieren poner una fábrica o un estadio de fútbol, o limpiar nomás, para que no se vea desde los rascacielos. Desde ese lugar podía verme a mí misma, yendo al almacén a comprar vino y esperando el domingo para traer algo de plata de la feria. Yo, que había creído que no terminaría como ella, que de ninguna manera seguiría estando en el barrio cuando fuera grande y que me compraría una chapa de policarbonato para hacer una ventana en el techo.

Pero hace años que dejé de ir. En realidad, ahora que los ómnibus tienen parada de este lado, ya no voy casi nunca para allá adelante, salvo que pase algo con la Camila que dos por tres le vienen ataques. Es el hígado que cualquier día de estos le va a reventar. Entonces voy por adentro, cruzo por debajo de la carretera, y le busco diente de león por el camino. Los otros días me llamó para contarme que los había visto, a los que están en la casa. No sabemos cómo llegaron ni quién los dejó entrar. Pero ella no se va a meter. Ni yo tampoco. Además, parece que tienen dos bebés.


publicado en Limítrofe - Relatos continentales (Libros de UNAHUR, Buenos Aires, 2022)

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